Dio igual que naciera, fuera al colegio, al instituto y a la universidad en una gran ciudad como Madrid, yo siempre supe que mi lugar estaba en el campo, en un pueblo, y es que Romanillos de Medinaceli, un pequeño pueblo soriano que vio nacer a gran parte de mis ancestras y ancestros y en el que yo había disfrutado compartiendo con mis abuelos en su día a día de huertos, animales y sembrados, había dejado en mí una profunda huella, la de los elementos, agua; lo mismo en el lavadero o en la fuente que bajo un chaparrón inesperado en el monte, tierra; hundiendo las manos en ella para recoger patatas o pisándola, mezclada con paja y agua para transformarla en un ladrillo de adobe, aire; el que te soplaba en la cara con fuerza cuando subías al mojonazo, fuego; el que permanecía encendido ininterrumpidamente de septiembre a junio en la cocina de la abuela.

Así fue cómo en 2004, mientras finalizaba mis estudios de Arte Dramático (Escenografía) en la R.E.S.A.D comencé a buscar mi lugar, explorando primero la Sierra Oeste de Madrid, luego Cuenca y llegando en 2009 a la Sierra Norte madrileña dónde me asentaría hasta el día de hoy, dedicandome a la crianza de mis hijas mientras que profesionalmente me implicaba en proyectos orientados a impulsar la participación ciudadana, a fomentar la transformación social y el desarrollo de territorios rurales, sus comunidades y sus gentes. ¿Cómo? Pues principalmente a través de la mediación y la gestión cultural y la creación artística comunitaria y la animación sociocultural.